lunes, 18 de agosto de 2008

LA CIUDAD

M.A.Guérin.Serie Gea 2.- 2002.-................................M.A.Guérin. Serie Kasimir 23. 2002
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M. A. Guérin. Balaustrada 1. 2001 .................................M.A.Guérin. Urbana 7. 2005
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El teatro de la ciudad en el arte
contemporáneo (1980-2000)
Miguel Alberto Guérin
IHA, FCH, UNLPam
CEHCAU, FADU, UBA



Todo el mundo es un escenario
y todos los hombres y mujeres, sólo actores;
tienen sus salidas y sus entradas,
y un hombre, en su tiempo, representa muchos papeles.
William Shakespeare, As you like it, acto II, escena 7ª.


En el Festival Internacional de Teatro, realizado en Caracas en el año 2001, al final de la representación de la obra canadiense Leit motiv, cuando terminaban los impresionantes efectos visuales de su realización, sonó una música de banda, que muchos interpretaron como un recurso para provocar la reminiscencia de la guerra, que es el tema de la pieza. Se silenciaron los aplausos, pero la música continuó y los espectadores que salían supieron que no era un efecto de montaje sino le ejecución de una banda militar que precedía la procesión del Nazareno de la cercana iglesia de San Pablo; quedaron conmovidos por esa visión de teatralidad urbana, mientras los de la procesión advertían que un rito de su fe se había convertido en espectáculo para otros ciudadanos (Hernández 2001, 1).
La situación resulta excepcional sólo por sus circunstancias, ya que, desde antes del siglo dieciséis y con frecuencia progresiva, parte de la ciudad social se manifestó como un espectáculo a espectadores que también formaban parte de esa ciudad.
La fiesta espectacular urbana de las nacientes burguesías españolas
En el Imperio, la alianza central de la modernidad entre la burguesía de acumulación creciente y la monarquía, se renovaba periódicamente, mediante fiestas "urbanas", que consistían en ritos de transición.
En marzo de 1526, con siete días de diferencia entraron en Sevilla, para celebrar su matrimonio, Isabel de Portugal y Carlos Quinto. En la puerta de la Macarena, los cabildantes esperaron al emperador, al que se le suplicó que jurase "guardar los privilegios de la ciudad" como habían hecho sus antepasados. Con este gesto, la ciudad reclamaba sus inmunidades negativas (que ningún oficial real interviniese en la ciudad) y positivas: el derecho a autogobernarse y administrar su economía y sus formas de convivencia. Como ya había hecho y haría luego en otras ciudades del Imperio, Carlos juró guardarlos y recibió las llaves en señal de lealtad. Esta escena formaba parte de la ceremonia, de la reunión ritual y fue presenciada por quienes estaban cerca, que sin embargo, no eran sólo espectadores, eran personajes de la representación que acababa de comenzar.
Los sevillanos y los habitantes de los pueblos sometidos a Sevilla, habían recibido vestimentas coloridas, capas y capuchas amarillas; eran parte de la ciudad social, pero no estaban allí por eso sino para "representar" a la burguesía de Sevilla, bordeando el desfile bajo palio del Emperador y de las autoridades urbanas hasta la catedral. Se habían caracterizado de la ciuitas ideal, que reforzaba su alianza con el Emperador. También la ciudad física, había dejado de "ser" para tomar la apariencia de una urbs ideal, de un escenario acorde a la representación; las casas habían quedado semiocultas por tapicerías y telas, tenían guirnaldas y adornos florales, y el recorrido estaba jalonado por arquitecturas efímeras, arcos de triunfo que subrayaban o creaban perspectivas escenográficas (Morales 2000, 32-36).
Un mes después, pasada Semana Santa y el luto por la muerte de la hermana de Carlos, se realizaron, en la Plaza de San Francisco, unas justas y juegos de cañas, la fiesta protagonizada por los nobles, que ostentaron sus caballos, guarniciones y vestimentas, frente al resto de la nobleza y a la burguesía. Era la fiesta noble, que habitualmente tenía lugar en los palacios o pabellones de caza (de Jonge 2000, 62) pero representada en un espacio burgués, como lo subrayó la inclusión de corridas de toros, típica diversión urbana.
En torno de 1590, Luis Zapata (1526-1595) reivindicó el origen noble de las fiestas y denunció que los caballos, armas, sillas, aderezos usados por los burgueses en fiestas como la mencionada eran propios del "pájaro falsario que hurtaba las plumas a las aves" (apud Cátedra 2000, 93). Pero las fiestas – representaciones burguesas ya habían tomado características específicas mientras que las nobles se iban retirando del espacio público urbano; se especializaban como fiestas de Corte, y habían adoptado temáticas y decoraciones exóticas tomados de modelos mitológicos y aún del imaginario de los reinos de Indias.[1]
En octubre y noviembre de 1652, Salamanca, cabeza de Extremadura, celebró el triunfo del Rey en la Guerra dels Segadors (1640-1652), por la que Castilla intentó someter a Cataluña, con diversas celebraciones que se prolongaron durante más de un mes, y que estuvieron a cargo de "todas las comunidades que hacen grande e insigne esta ciudad". Herradores, estudiantes, nobleza urbana y los diversos gremios compitieron en realizar el festejo más vistoso, lucido y, consecuentemente, costoso. Todos fueron, por turno, actores directos o indirectos; cuando algunos herradores corrían lanzas, todos los herradores rendían tributo al rey; y también fueron por turno espectadores. La ciudad física, que, en el entorno de la plaza, tenía balcones y ventanas, lugares específicos para el espectáculo, erigió además arquitecturas efímeras, tablados, para albergar la "copiosa multitud de gente, cuya agradable vista por sí sola hacía fiesta particular" (Ledesma y Herrera 1994, 113 y 112).
En los reinos de Indias, el imperio se identificaba con una red de ciudades específicamente fundadas para dominar el trabajo indígena y vehiculizar los bienes de la tierra, fundamentalmente los metales preciosos.
Estas ciudades fueron ennoblecidas mediante el otorgamiento de escudos, que las identificaban, distinguiéndolas de las restantes y, a su vez, las hermanaban en la dependencia de la corona, que confería la distinción. La presencia del rey en la ciudad estaba significada por el pendón real, guardado por un oficial, que protagonizaba el complejo ritual de pasearlo hasta la catedral, mantenerlo allí mientras duraba el rito religioso, y devolverlo luego a la custodia de su casa. Este rito era paralelo a la procesión del santo patrono, que la ciudad recibía en sus orígenes y que se vivía como el intercesor natural con la divinidad (Lerda 2004, capítulo II).
Toda fiesta, cuyo motivo inmediato podía ser circunstancial (casamientos o nacimientos en la familia real, asunciones de nuevos monarcas) o habitual, el día de Corpus y, en especial, la celebración del día del santo patrono, consistía en un rito de transición por el que la oligarquía urbana, a través de los capitulares, renovaba la alianza con el rey y con Dios. Procesión y paseo del palio se complementaban con actividades de participación más extensa: comidas colectivas y corridas de toros.
Los escasos ejemplos anteriores remiten a ciudades españolas, de burguesía naciente y débil, que convivía con una nobleza todavía prestigiosa pero ya casi totalmente incorporada a la corte, y con una nobleza urbana, los caballeros, que formaba parte de la oligarquía de la ciudad. En las ciudades coloniales hispanoamericanas, donde los encomenderos –allí donde su existencia era posible-, y en especial los "beneméritos", quienes habían recibido las encomiendas por primera vez, sobre la base de sus iniciales servicios meritorios, generalmente de guerra, conformaban, junto con los comerciantes ultramarinos, una oligarquía fuerte, sólo acechada por los avatares de las relaciones económicas con las metrópolis. En ambos casos el espectáculo forma parte de las fiestas que ritualizan las relaciones con el monarca y también con la divinidad.
En esas fiestas urbanas, los hombres de la ciudad eran actores y espectadores de un drama que se desarrollaba en la ciudad física, la urbs, convertida en escenario mediante adornos y arquitecturas efímeras. Por un breve tiempo, tan efímero como las arquitecturas, los habitantes, de los que quedaban excluidos los estantes –la servidumbre- y los transeúntes, dejaban de ser elementos discretos para convertirse en partes funcionales de un todo trascendente: la ciudad. La representación no implicaba una alteración, sino la mostración, por el ser cotidiano, de su ser profundo en términos políticos y metafísicos. Representar no era encubrir con una máscara sino caracterizar lo ideal pero no irreal; no tenía finalidades éticas o didácticas, porque no pretendía el cambio sino la internalización colectiva y la profundización de una situación socioeconómica y sociocultural naciente: la burguesía.

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